10 marzo 2016

'VOLAVERUNT' de José Ignacio Andolz Munuera


'VOLAVERUNT' de José Ignacio Andolz Munuera


Como de costumbre salía el último de la oficina, una llamada tan inoportuna como ineludible – todos tenemos quien nos mande – le había retenido justo antes de abandonar su despacho y ahora todo su séquito de abogados, economistas e ingenieros ya debía de estar esperándolo en el mostrador de facturación de Barajas. Se trataba de plantar otra banderita en un nuevo rincón del mapamundi de la compañía.

Dirigía una importante empresa de actividades aeroportuarias perteneciente a un grupo multinacional, o al menos para él sí debía de ser importante, a juzgar por lo que había pagado por servirla: un divorcio, dos hijos a los que no había criado y una cincuentena mal llevada por el desgaste de tantos años trabajando de sol a sol, dormitando en los aviones y alimentándose del cátering de las líneas aéreas.

La nieve – un fenómeno cada vez más inusual en Madrid – que estaba cayendo en los últimos días se convertía enseguida en barro sucio bajo las ruedas de los miles de vehículos que atravesaban la ciudad y no llegaba a complicar demasiado la circulación. Su coche dejó atrás la ciclópea corpulencia de Torre Europa y se incorporó al tráfico de la Castellana, con destino al aeropuerto a través del túnel de María de Molina.

Ese coche, un Ferrari Testarossa de segunda mano, era para él una especie de “veranillo de San Bartolomé”, un poco de sol tibio al comienzo de su otoño. Su ex – mujer, con la que seguía manteniendo buena relación, le dijo cuando se lo compró: “ vas a parecer un viejo verde buscando ligue”, y probablemente le faltó añadir: “pero mientras me sigas pagando la pensión todos los meses, por mí como si te compras un submarino”. Él estaba de acuerdo en que podían tomarlo por lo que no era, pero le daba igual, había llegado a sentirse una especie de calvinista, dedicando toda su vitalidad a producir sin descanso una riqueza que no tenía tiempo de disfrutar, y no estaba dispuesto a privarse de aquel único antojo que lo hacía sentirse un poco más luminoso por dentro.

El deportivo continuaba su marcha Castellana abajo cuando, retenido un instante por los caprichos del tráfico a la altura de los Nuevos Ministerios, como vapor sublimado de las sólidas formas del edificio surgió la imagen de ese niño tímido que había venido de Logroño cuando a su padre lo trasladaron a Madrid - ¡qué diferente de los demás se sentía cuando iba a jugar a aquellos jardines con sus compañeros de instituto, porque no era bueno jugando al fútbol y prefería evitar las peleas!- Entonces comprendió que el cristal de la ventanilla del Ferrari era la mejor metáfora del tiempo, de los - ¿cuarenta años ya? - que lo separaban del niño al que no había dejado de tener presente.

Después vendría la reválida, la Escuela de Ingenieros Aeronáuticos y un recorrido ascendente por las empresas del sector hasta llegar a ser alguien en ese mundo, alguien acostumbrado a la rutina de decidir cuántos cientos de trabajadores le sobraban de cada vez que compraba una empresa. Nunca se sintió culpable por ese tipo de decisiones, era la aritmética del negocio y, en el fondo, sabía que se la estaba aplicando con idéntica frialdad a sí mismo; él también era un peón que había sacrificado su propia vida. Seguramente estas Navidades también las pasaría en algún hotel.
La vivencia inesperadamente recobrada de su infancia lo sumió en un estado mental extraño: se sentía invadido por una claridad de conciencia extraordinaria, casi hiriente, pero al mismo tiempo era como si su voluntad se le estuviera escapando por momentos como una gota de agua que se va deslizando pendiente abajo hasta incorporarse al destino de todas las cosas; una gota arrastrada, suave pero inexorablemente hacia ese punto en constante huida donde por fin se abrazan el que somos y el que fuimos. Continuó conduciendo como un autómata y en las proximidades del aeropuerto se desvió de su ruta habitual hacia la terminal de pasajeros para dirigirse a la zona de carga. Una vez en la entrada sacó la cabeza por la ventanilla del bólido para facilitar su identificación mientras tendía una tarjeta al vigilante. En ese instante comprendió que la posesión, aquí y ahora, de ese trozo de plástico era lo que daba sentido a toda su existencia; muy pocas personas disponían de una  pase para circular con su vehículo por el lado aire y él era uno de ellos.

Una vez dentro dejó atrás las naves de mercancías y se aproximó a las pistas, que las máquinas limpiadoras mantenían despejadas de nieve. Sabía que no tenía tiempo que perder, porque el Ferrari era demasiado conspicuo como para permanecer allí mucho tiempo sin una razón admisible; pero tampoco sentía prisa, sólo que tenía que terminar lo que había ido a hacer allí. A unos quinientos metros de donde él se encontraba, un Airbus 320 completaba su recorrido en solitario hacia la cabecera de la pista de despegue. Como no tenía ningún avión delante, seguramente en un segundo, sin detenerse, el piloto daría gas a fondo para despegar. Aceleró y, sorteando a un vehículo de asistencia en pista, describió un amplio círculo para situarse detrás del avión. Al iniciar el despegue la aeronave tenía que romper la inercia de su inmensa mole y su Ferrari, ligero como una flecha, podría competir con el gigante pero, ¿por cuánto tiempo sería capaz de mantener esa ventaja contra los 120.000 kilos de empuje de las cuatro turbinas del Airbus? Ahora lo iba a comprobar.

Completó el giro y se encontró a unos cincuenta metros detrás del avión, justo al mismo tiempo que el rugido ensordecedor de las turbinas le confirmó que éste iniciaba el despegue. Continuó acelerando y cambió de marcha: tercera, cuarta, quinta. Aceleraba a fondo haciendo bufar rabiosamente al motor antes de cambiar para evitar que el bólido perdiera un ápice de potencia, pero ese bufido era como la queja de un mosquito frente a un huracán. De cada vez que pisaba el embrague el cuenta revoluciones se desplomaba hacia la izquierda para, inmediatamente, volver a escalar posiciones hasta la zona roja una vez que había cambiado de marcha. El escape de las turbinas del Airbus formaba una especie de bruma gris que deformaba su visión de la aeronave, como si ésta estuviera en el fondo de un estanque lleno de agua sucia. La vibración de las turbinas era estremecedora y contrastaba con el mundo de silencio en que se encontraba; ya no podía oír nada.

Sin duda ya lo habrían visto lanzado detrás del avión desde la torre de control. Imaginó el éter crepitando furiosamente con los mensajes por radio advirtiendo al piloto, pero el Airbus aceleraba cada vez más. Probablemente el piloto había preferido continuar el despegue, seguro de dejar atrás al coche, antes que abortarlo y ponerse al alcance de un terrorista o un loco.  

El asiento le presionaba la espalda como la manaza de un gigante y el reposacabezas era el único sostén para sus cervicales, proyectadas hacia atrás por la tremenda aceleración del Ferrari. Los gases de combustión de las turbinas del avión le envenenaban los pulmones. ¿A dónde le llevaba esa persecución sin sentido? Como si estuviera explorando las alternativas de un videojuego, su mente registró varios escenarios posibles: si lograba alcanzar al Airbus y se metía entre sus ruedas, probablemente pasaría a ocupar un lugar de excepción en las estadísticas de la aviación civil española de aquel año. A menos que, al acercarse, resultara calcinado por el chorro de los motores o las turbulencias despedazaran el coche, lanzado a cerca de trescientos kilómetros por hora, en cuyo caso él quedaría reducido a una pequeña anécdota en la historia del aeropuerto. Y si no, el avión despegaría sin incidentes, pero para él todo habría acabado de igual forma. La idea de detención, de prisión preventiva, de juicio, aplicada a sí mismo, le hacía sonreír; nada de eso importaba ahora.

Perdido un instante en sus pensamientos, volvió a concentrarse en lo que tenía delante del parabrisas esperando que se le revelara su destino, sin esperanza, sin aversión, sin temor. No vio el avión, tal vez en esa fracción de segundo había alcanzado la velocidad crítica y había levantado el vuelo. Tampoco vio el final de la pista, sino una inmensa extensión de nieve, de un blanco purísimo, que se confundía con el cielo, de una luminosidad extraña. El Ferrari se deslizaba ahora sobre esa nieve sin ruido, sin turbulencias, sin imponerse. No había ningún punto de referencia; evidentemente no se trataba de la franja de terreno que separa la pista de despegue de la Nacional II; estaba en algún lugar desconocido que no figuraba en sus mapas, sin nada a lo que asirse, pero por primera vez desde que guardaba memoria sentía que había encontrado su sitio.

Detuvo el coche y comenzó a caminar por la nieve hasta perderlo de vista. Los copos que caían sin cesar iban borrando sus huellas; ya jamás podría encontrar el camino de regreso. La paz que lo rodeaba era tal que ni siquiera dejaba lugar al deseo de paz. Algo que ya no era él seguía caminando mientras esa paz absoluta lo iba disolviendo como a un terrón de azúcar. Hasta que sólo quedó la paz.


Relato enviado por José Ignacio Andolz Munuera
Gracias José Ignacio por enviar tu relato ;)

07 marzo 2016

'Despertó' de Beñat Vázquez

'Despertó' de Beñat Vázquez

Ese lugar se le hizo familiar. Soñó con él alguna noche. 
No tenia ningún sentido. No pudo haber soñado con un lugar en el que aun no había estado, no podía ser real. Debía de tratarse de otro sueño. O no. 
Quizás ya estuvo allí anteriormente y no se acuerda. Sin embargo, esa vieja furgoneta gris a lo lejos, con esa familiar silueta a sus volantes, ya desaparecida de su vida, no lo corroboraba.

El chico cerró los ojos y siguió creciendo.


Relato enviado por Beñat Vázquez
Gracias Beñat por enviar tu relato ;)

03 marzo 2016

'MAGDALENA' de A.RODRIGUEZ

'MAGDALENA' de A.RODRIGUEZ
Divisó los pináculos de la  catedral, arropada entre las sombras de la noche.  
En cada esquina un farol macilento le ayudaba a serpentear por entre  las  casas enjalbegadas  de blanco. Ahora difuminadas por el ocaso, se desdibujaban fundiéndose con un cielo de estrellas.
Había recorrido aquella calle adoquinada, miles de veces.
Siempre lo  había hecho por en medio, de día, con un público expectante, con la eterna ropa  de  su eterna vida, siempre igual. Ahora esquivaba la luz para pasar desapercibida.
Siempre con el escapulario de la Virgen del Carmen, la mantilla hasta la cintura, la peineta, las ropas negras no muy ajustadas, la mirada hacia el frente.
Siempre bajo un retumbar de tambores en Semana Santa, de lamentos y oraciones  en los Vía Crucis, de  letanías inconexas  en las procesiones del santo correspondiente,  de lloros en los  entierros  de lujo y siempre recitando  de memoria  con exasperante repetición Salves, Ángelus, rosarios y novenas.
Los eternos consejos familiares sobre su posición social, sobre  los pecados de la carne. La formación religiosa perenne por pertenecer a una clase diferente, altiva, dueña  de una casta insuperable. Las altas tapias de la  casa blasonada  como parapeto a las calles donde acechaban los  vicios más perniciosos.
El huir de los hombres, de las tabernas donde se fraguan historias de pasiones, donde el pueblo se desea  y se ama en el griterío de los  tablaos o en el silencio de lugares  más apartados.
Ella era diferente  desde pequeña. Estaba destinada a otra cosa. Pero no lo soportaba más. Y un día, en el claroscuro de la Catedral, sentada en su eterno y privilegiado banco lo vio a través del velo, como si fuera una sombra grisácea.
Obvió por unos segundos los cánticos de aquel Misterio Gozoso, manido, que asustaba a las palomas en las bóvedas del altar mayor y concentrando en él  una tímida mirada apretó el  escapulario de la Virgen del  Carmen  tratando de controlar  un corazón  que se le desbocaba.
No perdió el recato, pero  con un sudor   incontrolable, se levantó a los pocos instantes, miró con un cierto descaro a aquel hombre y sin torcerse un centímetro de una supuesta línea recta salió de la  Seo.
Cuando el ruido de aquellos acompasados tacones  dejaron al eco perdiéndose  en la altura de las crucerías, en el pórtico, Adela recibió el soplo de  un viento fresco.
Pasó dos noches en el duermevela  de una excitación que le traía sueños nuevos,  imposibles: Resbalar de cuerpos sudorosos, besos que dejan marcas en la piel, sabores inescrutables, promesas, brazos que la inmovilizaban, frases violentas, respiraciones entrecortadas ,posturas increíbles ,sentir, vivir…amar.
Al  ocaso del tercer día  y bajo una supuesta cita, Magdalena  ascendió el camino de la Catedral. Disponía como privilegio, la llave de una pequeña puerta por donde a horas  en que la principal permanecía cerrada, entraba con otras de su ralea para encender velas, cambiar flores, rezar por algún difunto o sencillamente reflexionar sobre su existencia desgraciada.
Un diablo incrustado en una ménsula del pórtico llamó su atención. Siempre esquivó la mirada de aquella figura maldita, pero ahora la sonrió  levemente bajo la protección de la oscuridad.
Entró en la nave.
Sus pasos resonaban lúgubres en aquel tabernáculo de piedra  dormida. A la luz temblorosa  de las velas, los altares acentuaban la palidez de los santos, de las vírgenes y querubines .Sus ojos de vidrio  parecían  seguirla con el  reflejo de  las llamas de cera. Un murciélago trazaba arabescos silenciosos  sobre el altar mayor.
Él  estaba en  el mismo sitio, en la misma postura, como le recordaba.
Corrió imparable a su encuentro, atronando las bóvedas en su carrera.
Se abrazó al cuello apretándolo contra  el pecho. Le besaba la boca con los brazos extendidos, buscando sus manos, gimiendo. Gritaba  ¡! Silencio!!” mientras de manera brusca se desnudaba.
Pasó la lengua por la herida del costado, apretó el pubis  contra sus caderas. Agarrada a los clavos  le lamió con desesperación las heridas de la cara, se deslizó sinuosa hasta sus piernas mordiendo cada centímetro de piel  y en aquella locura  sensual  clavó las uñas en la  tela  de arcilla que le cubría las ingles, en un vano intento de separarlas.  Exploró cada rincón  de aquel cuerpo herido, con las manos, con la boca, con todos los sentidos, mientras  la figura torturada  permanecía impasible. Consiguió el clímax a horcajadas sobre  el pecho, con las manos tapando la cara del Crucificado. Un largo gemido se perdió  hacia las cúpulas de la nave.
Luego llorando observó aquel rostro perfecto, hermoso, hendido por las espinas, con un rictus de dolor y muerte en los labios, las mejillas flácidas, los ojos inexpresivos medios cerrados, brillantes, los surcos morados de los latigazos, la sangre coagulada de la nariz.
Las lágrimas de Magdalena resbalaban por las costillas cárdenas de la figura formando un hilillo.  Caían lentamente   en la  tabla donde además del Cristo reposaban las gubias, los  cinceles y otros instrumentos del restaurador.
Enarboló una maza  y empezó a  golpear la faz del  Nazareno. Los lloros se mezclaban con la rabia puesta en cada impacto. Cuando el rostro había desaparecido en forma de escombros que volaban en todas direcciones, Adela lo miró con expresión demente.
En medio de un silencio sepulcral  solo las palomas continuaban un vuelo asustado  en las alturas.
“!!Nunca dejaré que te vuelvan a  subir en la  Cruz!!”. ¡! Te romperé cien mil veces, para tenerte tendido siempre a mi lado!!
Relato enviado por A.RODRIGUEZ
Gracias A.RODRIGUEZ por enviar tu relato ;)

01 marzo 2016

‘UN LUGAR PARA EL SABER’ de Jesús Cano

‘UN LUGAR PARA EL SABER’ de Jesús Cano


Y un día creí saber, porque alguien me halagó…

El misionero se sentía satisfecho. Diez años con los nativos había requerido gran esfuerzo. Pero muchos ya sabían sumar, leer e incluso escribir.

Deseaba volver a su tierra y sentir la civilización. Cada día se levantaba de la cama dispuesto a que fuera el último. A mitad de clase tomaba fuerzas  preparándose para dar la noticia. Entonces veía sus negras caritas y los grandes ojos esperando aquello que tenía que decir, sus intenciones mermaban y se rendía un día más.

Consciente de que nadie iría a aquel inhóspito lugar, si marchaba todo se detendría y la ignorancia invadiría las pequeñas mentes. Para que el rebaño existiera era imprescindible el pastor.

Aquel día, caminó absorto en sus asuntos. Demasiado se alejó del poblado. Durante horas intentó volver, mientras el hambre y la sed lo entorpecían haciéndolo caer y herirse.

Un nativo de seis años se cruzó en su camino. El niño partió el tallo de una planta con una piedra para ofrecérselo al misionero, este sació su sed con el dulce néctar de su interior. Luego aceptó unas raíces que masticó matando el hambre. Y sus heridas fueron cubiertas por un cieno que le alivió de inmediato. Entonces su salvador le cogió con su manita acompañándolo al poblado.

Nada más se sabe de este señor, pues al día siguiente marchó. Y su rostro mostraba preocupación. Unos dicen que por haber abandonado a los nativos... Otros creen que por haber perdido el tiempo.

.... Hoy no lo sé.       

Relato enviado por Jesús Cano
Gracias Jesús por enviar tu relato ;)